martes, 3 de abril de 2012

Cuento

Cuento  escrito por Inés  S. Montalvo Suau

Tú eres tú y yo soy yo

       Se llevaban 9 meses con 10 días. La madre de las nenas lo aclaraba

 con una sonrisa pícara y enseguida  añadía: “son casi gemelas”,  “por eso 

son tan parecidas”. Mientras fueron pequeñas las vestía iguales. Solo sus 

padres podían diferenciarlas. Aunque hubo ocasiones en que  también se 

confundieron. Mientras fueron creciendo notaron algunas  pequeñas 

diferencias: Otilia tenía los labios un poco más gruesos y el cabello 

más rizado. Ana fue siempre más independiente, en la adolescencia

se cortaba el cabello más corto y hasta lo hacía ella misma. Se describía 

como “franca, simpática y auténtica… aunque tomaba la vida más en serio 

que su hermana mayor”. Quienes las conocieron mejor dicen que en realidad

 era sarcástica y burlona y hacía bromas pesadas a costa de mofarse 

de los demás. Tuvo varios novios  con quienes se comprometía  y con quienes 

con la misma prontitud  también rompía. Sus exprometidos quedaban con el 

mal sabor de una relación que se había precipitado para comenzar y para 

terminar. La consideraban prepotente y egoísta. Quedaban hartos de sus juegos 

sicológicos (rompía citas importantes o no se presentaba, o si se

presentaba les hacía pasar vergüenzas con toda tranquilidad). Sus bromas eran 

costa de ellos pero jamás toleraba una respecto a ella. Una vez llegó

 “vestida de ángel”, disfrazada como si fuera “Halloween” a una actividad de 

reconocimientos en el trabajo de quien era su prometido en aquél momento. 

Le molestaba que la compararan con su hermana. Se enfurecía si alguien 

alguna vez la confundía. A pesar de que era algo tan frecuente, a lo que 

debería estar acostumbrada. En la escuela, cuando eran niñas, les sucedió  en 

“demasiadas” ocasiones.
   En todo esto se detuvo Otilia a cavilar después de unos meses del extraño 

deceso de sus padres. Ocurrió  al finalizar un almuerzo familiar invitados por 

Ana. Se acostaron a “echar una siestecita” de la que nunca despertaron. Un

 médico vecino de Ana fue quien determinó que murieron de un paro cardíaco 

masivo, tal vez el padre primero y al despertar la madre y verlo… 

 (determinó el médico, por la posición del cuerpo de ella)…  sufrió otro. 

Ambos estaban cerca de los 70 años. En la ciudad se comentó la  peculiar 

coincidencia. Ana, en la despedida de duelo, aludió al amor de sus padres, 

personalizándolo como un sentimiento único, que salió con ellos hacia la 

eternidad. Otilia no tenía consuelo. Resignada, dejó que su hermana menor

 llevara acabo todos los preparativos para un funeral digno, solemne y religioso.

 Se apoyó en su hermana, que estoica, le ofreció su fraternal apoyo. Ana nunca 

se había casado, a pesar de sus atractivos y de sus muchos pretendientes. 

Vivía sola, con dos perros. En su casa tenía una oficina donde atendía sus

 clientes y llevaba a cabo sus labores de contable.
    Otilia tuvo un matrimonio corto. Tenía ocho años de casada y dos hijos 

cuando su esposo murió en  un accidente inexplicable. Ahora sus hijos 

eran adultos independientes que  la visitaban para su cumpleaños, en 

Navidad y  ocasiones especiales. Otilia también pasaba tiempo con ellos. 

Nunca iba  a casa de su hermana, quien en cambio, sí la visitaba. Llegaba

 con  maleta, sin avisar y siempre fue bien recibida.  En su última visita se 

quedó  más tiempo de lo usual.  Otilia la encontró más extraña que nunca.

 Hablando sola. Relatando anécdotas que Otilia no recordaba. Así
que le sugirió visitar un especialista en conducta humana, un siquiatra. 

Ana asistió varias veces y llegaba satisfecha, feliz de sus “sesiones”, pero 

continuaba muy rara.  Las recetas que ordenaba el médico se acumulaban 

en una esquina de la gaveta de la mesita de noche. Así que Otilia se decidió 

y fue a la oficina del médico. No se sorprendió cuando la secretaria del siquiatra 

la confundió con su hermana. Fue tan locuaz, era tan atenta… que le ofreció 

una cita para dos horas más tarde “porque el médico la había estado llamando 

sin conseguirla”…  “deseaba verla”. Otilia no supo en ese momento porqué 

no la sacó del equívoco. Regresó a su casa y tomó la tarjeta del plan médico 

de su hermana. Fue muy fácil. La guardaba  en la misma gaveta de la 

pequeña mesita de noche en su casa… “porque como ella apenas se

 enfermaba”… “no tomaba ninguna clase de medicinas”…
   El siquiatra la abordó sin percatarse de la suplantación. Pero  mientras 

él hablaba persuasivamente Otilia cayó en cuenta de las cosas que siempre 

presintió sobre Ana. Entonces se dio cuenta de la razón por la que no  

había aclarado la confusión. Su intuición le había advertido. Fue un golpe 

emocional fuerte.  Aquél médico la confrontaba con acuerdos que había 

llegado “con ella”. Como con "su compromiso” de internarse. Con varias

 “confesiones”. Constando hechos que en alguna ocasión adjudicó a su 

imaginación. Se controló y continuó en  su papel, sustituyendo a la hermana 

que había dejado de ir al médico hacía más de dos meses.
   La muerte de su perro cuando era niña… el golpe grave que sufrió su 

mejor amiga… el casual accidente de su esposo en el carro que Ana 

había estado usando… la muerte de sus padres…  Logró cumplir su  

estelar papel en cada cita porque sabía que si no lo hacía, el dolor, 

la impotencia y la angustia de tantas verdades sospechadas la
consumirían. No hubiese podido de otra forma. Fue difícil urdir un final justo.
    Otilia iba tranquila. Sabía que los documentos estaban en regla. El camino 

se le hizo muy corto y ya estaban entrando al lugar que Ana llamaba “casa 

de locos”.  La verdad es que el  tranquilizante que le habían inyectado 

hizo efecto por el tiempo necesario y eran cerca de las diez de la noche 

cuando escuchó al chofer conversar por el intercomunicador del portón 

principal con la persona encargada. Inmediatamente que
la voz preguntó, el chofer contestó con el número clave del caso 

y miró hacia atrás buscando  con la mirada la aprobación de Ana, quien 

sonrió y asintió con la cabeza desde la derecha del asiento trasero.

 Del portón principal  al edificio del Sanatorio para Enfermos Mentales 

Internos se tomarían unos cinco minutos. El edificio se divisaba
más lejos por la obscuridad nocturna. Mientras se acercaban, ambas 

hermanas compartieron una mirada de complicidad. A Otilia le pareció notar 

que la sonrisa de Ana se hizo más amplia. Lucía cómoda y confiada. Por fin 

enjaularía su ansiedad y comenzaría una vida diferente. Se olvidaría de

 Otilia y sus manejos, Otilia y sus manías persecutorias. El médico dijo

 “esquizofrenia” y “paranoia”. “No responsable de sus actos”. “Nunca ha 

sido  responsable de ellos, jamás lo sería”. Las “rarezas” que sus
padres le achacaron y toleraron siempre, las que le obligaron a ella 

a tolerar y que tuvo que aprender a disimular y la llevaron a  alejarse de 

la casa paterna y montar un escenario distinto donde destacarse y triunfar 

tenían unos nombres que enclaustrarían su hermanita para siempre. 

Cerró los ojos aliviada,  repasando el día que terminaba con un final feliz.
   Cuando el automóvil se detuvo se encendió una luz en el portal. Una 

enfermera alta y fornida, vestida de blanco, bajó con pasos largos y rápidos. 

Le seguían dos personas. Eran varones, más bajos y delgados que la 

enfermera. Vestían de color azul y con agilidad se aparearon a la 

enfermera. Otilia los vio cruzar frente al automóvil. Se acercaron por la

 izquierda. Conversaron con el chofer, quien les entregó, de dos
movimientos, primero un cartapacio abultado y luego  un sobre fino 

y alargado desde donde Otilia, detrás del chofer, lo había visto leer y 

dictar un número escrito allí. Los depositó en un par de manos con su 

mano derecha sin soltar el volante que sujetaba con la izquierda. Hizo 

un tercer movimiento al entregar un bulto pequeño. El chofer
esperó mirando el movimiento que hacían entre ellos para pasarse 

uno a otro y finalmente a otra los documentos, abrirlos y leerlos 

alumbrándose con una linterna de mano. Colocaron el bulto en suelo.

Tal vez sintió un movimiento suave en el asiento trasero, pero no miró. 

Ese movimiento también lo sintió Ana, que con los ojos cerrados
repasaba el día. Alguien se movió frente a ella rozando sus rodillas 

en el estrecho margen entre su asiento y el espaldar del asiento del frente.
     Ana estaba agotada y seguía centrada en sus pensamientos cuando 

un cuerpo se sentó apretujado a su derecha, le pasó la mano sobre sus 

hombros y la  empujó con suavidad hacia la izquierda, así que se dejó llevar.

 Recordaba  el día que Otilia se atrevió a sugerirle que visitara un médico, un 

siquiatra para que “canalizara” sus sufrimientos. La verdad es que asistió seis 

o siete veces y no le fue mal, aquel médico la entendía. No regresó porque era 

intolerable que después de tanto examinarla con preguntas y más preguntas,

 le sugirió un absurdo tratamiento. ¡Quería  que tomara píldoras! ¡Que 

se internara! (¡Sería en una casa de locos!). Ella había sido muy 

sincera, había desahogado allí, con un extraño, asuntos íntimos 

familiares y suyos y que nunca había dicho a nadie. Fue con él con 

quien conversó sobre sus visiones y las voces que la orientaban. 

¡Ella que creyó que él entendía que su cuerpo estaba limpio, 

que no necesitaba de ninguna píldora, como Otilia!  Él le explicó

 cómo funcionaba el cerebro y fue quien por fin le dio 

nombres para explicar algunas rarezas. Sabía explicar muy bien 

hablaba muy convincentemente. Si no hubiese sido por la insistencia 

de que tomara píldoras aún lo estuviera viendo. O porque sugirió un cambio  

en su modo de vida. Bueno, tal vez ahora que Otilia estaría 
fuera de su vida…  a lo mejor un día lo iría a ver. Es bueno desahogarse.  

Siempre salía de allí más liviana. Otilia… en ella y sus estupideces… 

pensaba cuando sintió  abrirse una puerta ¡a su izquierda!
   Abrió los ojos y salió de su pequeño descanso de unos minutos para 

verse sentada detrás del chofer… ¡quien permitía que aquellas personas la

 halaran hacia ellos mientras la llamaban por su nombre! La pusieron de pie 

mientras ella se resistía y trataba de explicar: soy Ana, no Otilia…  

¿qué pasa aquí? ¡Lean los papeles! Les gritó desesperada retorciéndose  

ante la mirada sorprendida del chofer y la serena de Otilia,quien hacía ligeros

 movimientos afirmativos asintiendo  con la cabeza. Cabeza que se parecía más 

que nunca a ella.  Era una de sus últimas rarezas, a Otilia le había dado la 

manía de imitarla: peinado, ropa y apenas se maquillaba… ella que  

desde los trece años nunca prescindió del maquillaje. Los extraños le 

ganaron. Sintió un pequeño pinchazo y una calma total la invadió. La fueron 

llevando con firmeza dándole apenas espacio para respirar y la cercaron

 inmovilizándola. Repetían su nombre de una forma monótona,  en un tono

 de voz neutro: Ana… Ana... Ana… coopera… Ana…estarás bien… vamos… 

Ana…Ana… tranquila… Ana… así está mejor… Anita.
Ana escuchó cuando el auto aceleró y una puerta enorme se cerró tras 

ella… y otra…  y otra.

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