Revisado enero de 2022
Revisado en febrero de 2020
Chile, el Golpe y los gringos
Chile, el Golpe y los gringos
A fines de 1969, tres
generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de
los suburbios de Washington. El
anfitrión era el entonces coronel Gerardo López-Angulo, agregado aéreo de la
misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados chilenos eran
sus colegas de las otras armas. La cena
era en honor del Director de la escuela de Aviación de Chile, general Toro
Mazote, quien había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada de
frutas y asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio de
la remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas mientras
Washington naufragaba en la nieve, y hablaron en inglés de lo único que parecía
interesar a los chilenos en aquellos tiempo: las elecciones presidenciales del
próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó
qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda Salvador Allende
ganaba las elecciones. El general Toro
Mazote contestó: "Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media hora,
aunque tengamos que incendiarlo"
Uno de los invitados era el
general Ernesto Baeza actual director de la Seguridad Nacional
de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio presidencial en el golpe
reciente, y quien dio la orden de incendiarlo.
Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma
jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar , y el
general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra Salvador
Allende. También se encontraba en la
mesa el general de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de
obras públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar, el general
del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el palacio
presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo Troncoso, ahora
gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de la oficialidad
progresista de la marina de guerra, e inició el alzamiento militar en la
madrugada del once de septiembre.
Aquella cena histórica fue el
primer contacto del Pentágono con oficiales de las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en
Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares
chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados Unidos se
tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon en frío, como una simple
operación de guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.
El plan estaba elaborado
desde antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la International Telegraph
& Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más profundas de política
mundial. Su nombre era "Contingency
Plan". El organismo que la puso en
marcha fue “Defense Intelligence Agency
del Pentágono”, pero la encargada de su ejecución fue la “Naval Intelligency
Agency”, que centralizó y procesó los datos de las otras agencias, inclusive la CIA , bajo la dirección
política superior del Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se encomendara a
la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía coincidir con la Operación Unitas ,
que son las maniobras conjuntas de unidades norteamericanas y chilenas en el
Pacífico. Estas maniobras se llevaban a
cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y resultaba natural que
hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra y
de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger
dijo en privado a un grupo de chilenos: "No me interesa ni sé nada del Sur
del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo. El “Contingency Plan” estaba
entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible pensar que Kissinger
no estuviera al corriente de eso, y que no lo estuviera el propio presidente
Nixon.
Chile es un país angosto, con
4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho, y con 10 millones de habitantes
efusivos, dos de los cuales viven en Santiago, la capital. La grandeza del país no se funda en la
cantidad de sus virtudes, sino el tamaño de sus excepciones. Lo único que produce con absoluta seriedad es
mineral de cobre, pero es el mejor del mundo, y su volumen de producción es
apenas inferior al de Estados Unidos y la Unión Soviética. También produce vinos tan buenos como los
europeos, pero exportan poco porque casi todos se los beben los chilenos. Su ingreso per cápita, 600 dólares, es de los
más elevados de América Latina, pero casi la mitad del producto nacional bruto
se lo reparten solamente 300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera
república socialista del continente, y se intentó la nacionalización del cobre
y el carbón con el apoyo entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia
sólo duró 13 días. Tiene un promedio de
un temblor de tierra cada dos días y un terremoto devastador cada tres años. Los
geólogos menos apocalípticos consideran que Chile no es un país de tierra firme
sino una cornisa de los Andes en un océano de brumas, y que todo el territorio
nacional, con sus praderas de salitre y sus mujeres tiernas, está condenado a
desaparecer en un cataclismo.
Los chilenos, en cierto modo,
se parecen mucho al país. Son la gente más simpática del continente, les gusta
estar vivos y saben estarlo lo mejor posible, y hasta un poco más, pero tienen
una peligrosa tendencia al escepticismo y a la especulación intelectual. "Ningún chileno cree que mañana es
martes", me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo creía. Sin embargo, aún con esa incredulidad de
fondo, o tal vez gracias a ella, los chilenos han conseguido un grado de
civilización natural, una madurez política y un nivel de cultura que son sus
mejores excepciones De tres premios Nobel de literatura que ha obtenido América
Latina, dos fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo Neruda, era el poeta más
grande de este siglo.
Todo esto debía saberlo Kissinger cuando
contestó que no sabía nada del sur del mundo, porque el gobierno de los Estados
Unidos conocía entonces hasta los pensamientos más recónditos de los
chilenos. Los había averiguado en 1965,
sin permiso de Chile, en una inconcebible operación de espionaje social y político:
el Plan Camelot. Fue una investigación
subrepticia mediante cuestionarios muy precisos, sometidos a todos los niveles
sociales, a todas las profesiones y oficios, hasta en los últimos rincones del
país, para establecer de un modo científico el grado de desarrollo político y
las tendencias sociales de los chilenos.
En el cuestionario que se destinó a los cuarteles, figuraba la pregunta
que cinco años después volvieron a oír los militares chilenos en la cena de
Washington: "¿Cuál será la actitud en caso de que el comunismo llegue al
poder? - La pregunta era capciosa.
Después de la operación Camelot, los Estados Unidos sabían a cierta que
Salvador Allende sería elegido presidente de la república.
Chile no fue escogido por casualidad para este escrutinio. La antigüedad y la fuerza de su movimiento
popular, la tenacidad y la inteligencia de sus dirigentes, y las propias
condiciones económicas y sociales del país permitían vislumbrar su
destino. El análisis de la operación
Camelot lo confirmó: Chile iba a ser la segunda república socialista del
continente después de Cuba. De modo que
el propósito de los Estados Unidos no era simplemente impedir el gobierno de
Salvador Allende para preservar las inversiones norteamericanas. El propósito grande era repetir la
experiencia más atroz y fructífera que ha hecho jamás el imperialismo en
América Latina: Brasil.
El 4 de septiembre de 1970, como estaba previsto, el médico socialista
y masón Salvador Allende fue elegido presidente de la república. Sin embargo, el “Contingency
Plan” no se puso en práctica. La
explicación más corriente es también la más divertida: alguien se equivocó en
el Pentágono, y solicitó 200 visas para un supuesto orfeón naval que en
realidad estaba compuesto por especialistas en derrocar gobiernos, y entre
ellos varios almirantes que ni siquiera sabían cantar. El gobierno chileno descubrió la maniobra y
negó las visas. Este percance, se
supone, determinó el aplazamiento de la aventura. Pero la verdad es que el proyecto había sido
evaluado a fondo: otras agencias norteamericanas, en especial la CIA y el
propio embajador de los Estados Unidos en Chile, Edward Korry, consideraron que
el “Contingency Plan” era sólo una operación militar que no tomaba en cuenta
las condiciones actuales de Chile.
En efecto, el triunfo de la
Unidad Popular no ocasionó el pánico social que esperaba el Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo
gobierno en política internacional, y su decisión en materia económica, crearon
de inmediato un ambiente de fiesta social.
En el curso del primer año se habían nacionalizado 47 empresas
industriales, y más de la mitad del sistema de créditos. La reforma agraria expropió e incorporó a la
propiedad social 2.400.000 hectáreas de tierras activas. El proceso inflacionario se moderó: se
consiguió el pleno empleo y los salarios tuvieron un aumento efectivo de un 40
por ciento.
El gobierno anterior,
presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei, había iniciado un proceso de
chilenización del cobre. Lo único que
hizo fue comprar el 51 por ciento de las minas, y sólo por la mina de El
Teniente pagó una suma superior al precio total de la empresa. La Unidad Popular recuperó para la nación con
un solo acto legal todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de
compañías norteamericanas, la Anaconda y la Kennecott. Sin indemnización: el gobierno calculaba que
las dos compañías habían hecho en 15 años una ganancia excesiva de 80.000
millones de dólares.
La pequeña burguesía y los
estratos sociales intermedios, dos grandes fuerzas que hubieran podido
respaldar un golpe militar en aquel momento, empezaban a disfrutar de ventajas
imprevistas, y no a expensas del proletariado, como había ocurrido siempre,
sino a expensas de la oligarquía financiera y el capital extranjero. Las fuerzas armadas, como grupo social,
tienen la misma edad, el mismo origen y las mismas ambiciones de la clase media
y no tenían motivo, ni siquiera una coartada, para respaldar a un grupo exiguo
de oficiales golpistas. Consciente de
esa realidad, la Democracia Cristiana no solo no patrocinó entonces la
conspiración de cuartel, sino que se opuso resueltamente porque la sabía
impopular dentro de su propia clientela.
Su objetivo era otro:
perjudicar por cualquier medio la buena salud del gobierno para ganarse las dos
terceras partes del Congreso en las elecciones de marzo de 1973. Con esa proporción podía decidir la
destitución constitucional del presidente de la república.
La Democracia Cristiana era
una gran formación inter-clasista, con una base popular auténtica en el
proletariado de la industria moderna, en la pequeña y media industria moderna,
en la pequeña y media propiedad campesina, y en la burguesía y la clase media
de las ciudades. La Unidad Popular
expresaba al proletariado obrero menos favorecido, al proletariado agrícola, a
la baja clase media de las ciudades.
La Democracia Cristiana, aliada
con el Partido Nacional de extrema derecha, controlaba el Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder
ejecutivo. La polarización de esas dos
fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización del país. Curiosamente, el
católico Eduardo Frei, que no cree en el marxismo, fue quien aprovechó mejor la
lucha de clases, quien la estimuló y exacerbó; con el propósito de sacar de
quicio al gobierno y precipitar al país por la pendiente de la desmoralización
y el desastre económico.
El bloqueo económico de los
Estados Unidos por la expropiaciones sin indemnización y el sabotaje interno de
la burguesía hicieron el resto. En Chile
se produce todo, desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la industria
tiene una identidad falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 por
ciento era capital extranjero, y el 80 por ciento de sus elementos básicos
importados. Además, el país necesitaba
300 millones de dólares anuales para importar artículos de consumo, y otros 450
millones para pagar los servicios de la deuda externa. Los créditos de los países socialistas no
remediaban la carencia fundamental de repuestos, pues toda industria chilena,
la agricultura y el transporte, estaban sustentados por equipo
norteamericano. La Unión Soviética tuvo
que comprar trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella misma no
tenía y a través del Banco de la Europa del Norte, de París, le hizo varios
empréstitos sustanciosos en dólares efectivos.
Cuba, en un gesto que fue más ejemplar que decisivo, mandó un barco
cargado de azúcar regalada. Pero las
urgencias de Chile eran descomunales.
Las alegres señoras de la burguesía, con el pretexto del racionamiento y
de las pretensiones excesivas de los pobres, salieron a la plaza pública
haciendo sonar sus cacerolas vacías. No
era casual, sino al contrario, muy significativo, que aquel espectáculo
callejero de zorros plateados y sombreros de flores ocurriera la misma tarde
que Fidel Castro terminaba una visita de treinta días que había sido un
terremoto de agitación social.
La última cueca feliz de Salvador Allende
El Presidente Salvador
Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el pueblo tenía el gobierno pero no
tenía el poder. La frase más alarmante,
porque Allende llevaba dentro una almendra legalista que era el germen de su
propia destrucción: un hombre que peleó hasta la muerte en defensa de la
legalidad, hubiera sido capaz de salir por la puerta mayor de la Moneda, con la
frente en alto, si lo hubiera destituido el congreso dentro del marco de la
constitución.
La periodista y política
Rossana Rossanda, que visitó a Allende por aquella época, lo encontró
envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres, en el diván de cretona
amarilla donde había de reposar el cadáver acribillado y con la cara destrozada
por un culatazo de fusil. Hasta los
sectores más comprensivos de la Democracia Cristiana estaban entonces contra
él. "¿Inclusive Tomic?" - le preguntó Rossana. -"Todos",
contestó, Allende.
En vísperas de las elecciones
de marzo de 1973, en las cuales se jugaba su destino, se hubiera conformado con
que la Unidad Popular obtuviera el 36 por ciento. Sin embargo, a pesar de la inflación
desbocada, del racionamiento feroz, del concierto de olla de las cacerolinas
alborotadas, obtuvo el 44 por ciento.
Era una victoria tan espectacular y decisiva, que cuando Allende se
quedó en el despacho, sin más testigos que su amigo y confidente, Augusto
Olivares, hizo cerrar la puerta y bailó solo una cueca.
Para la Democracia Cristiana,
aquella era la prueba de que el proceso democrático promovido por la Unidad
Popular no podía ser contrariado con recursos legales, pero careció de visión
para medir las consecuencias de su aventura: es un caso imperdonable de irresponsabilidad
histórica. Para los Estados Unidos era una advertencia mucho más importante que
los intereses de las empresas expropiadas; era un precedente inadmisible en el
progreso pacífico de los pueblos del mundo, pero en especial para los de Francia
e Italia, cuyas condiciones actuales hacen posible la tentativa de experiencias
semejantes a las de Chile: Todas las fuerzas de la reacción interna y externa
se concentraron en un bloque compacto.
En cambio los Partidos de la
Unidad Popular cuyas grietas internas era mucho más profundas de lo que se
admite, no lograron ponerse de acuerdo con el análisis de la votación de
marzo. El gobierno se encontró sin
recursos, reclamado desde un extremo por los partidarios de aprovechar la
evidente radicalización de las masas para dar un salto decisivo en el cambio
social, y los más moderados que temían al espectro de la guerra civil y
confiaban en llegar a un acuerdo regresivo con la Democracia Cristiana. Ahora se ve con mucha claridad que esos
contactos, por parte de la oposición no eran más que un recurso de distracción
para ganar tiempo.
La CIA y el paro patronal
La huelga de camioneros fue
el detonante final. Por su geografía
fragorosa, la economía chilena está a merced de su transporte rodado. Paralizarlo es paralizar el país. Para la oposición era muy fácil hacerlo,
porque el gremio del transporte era de los más afectados por la escasez de
repuestos, y se encontraba además amenazado por la disposición del gobierno de
nacionalizar el transporte con equipos soviéticos. El paro se sostuvo hasta el final, sin un
solo instante de desaliento, porque estaba financiado desde el exterior con
dinero efectivo. La CIA inundó de
dólares el país para apoyar el Paro Patronal, y esa divisa bajó en la bolsa
negra, escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana antes del golpe se había acabado
el aceite, la leche y el pan.
En los últimos días de la
Unidad Popular, con la economía desquiciada y el país al borde de la guerra
civil, las maniobras del gobierno y de la oposición se centraron en la
esperanza de modificar, cada quien a su favor, el equilibrio de fuerzas dentro
del ejército. La jugada final fue perfecta: cuarenta y ocho horas antes del
golpe, la oposición había logrado
descalificar a los mandos superiores que respaldaban a Salvador Allende, y
habían ascendido en su lugar, uno por uno, en una serie de enroques y gambitos
magistrales a todos los oficiales que habían asistido a la cena de Washington.
Sin embargo, en aquel momento
el ajedrez político había escapado a la voluntad de sus protagonistas.
Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos mismos terminaron
convertidos en ficha de un ajedrez mayor, mucho más complejo y políticamente
mucho más importante que una confabulación consciente entre el imperialismo y
la reacción contra el gobierno del pueblo.
Era una terrible confrontación de clases que la habían provocado, una
encarnizada rebatiña de intereses contrapuestos cuya culminación final tenía
que ser un cataclismo social sin precedentes en la historia de América.
El ejército más sanguinario del mundo
Un golpe militar, dentro de
las condiciones chilenas, no podía ser incruento. Allende lo sabía. No se juega con fuego, le había dicho a la
periodista italiana Rossana Rossanda. Si
alguien cree que en Chile un golpe militar será como en otros países de
América, como un simple cambio de guardia en la Moneda, se equivoca de
plano. Aquí, si el ejército se sale de
la legalidad, habrá un baño de sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre tenía un
fundamento histórico.
Las fuerzas armadas de Chile,
el contrario de lo que se nos ha hecho creer, han intervenido en la política
cada vez que se han visto amenazados sus intereses de clase y lo han hecho con
un tremenda ferocidad represiva. Las dos
constituciones que ha tenido el país en un siglo fueron impuestas por las armas
y el reciente golpe militar era la sexta tentativa de los últimos cincuenta
años.
El ímpetu sangriento del
ejército chileno le viene de su nacimiento, en la terrible escuela de la guerra
cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que duró 300 años. Uno de los precursores se vanagloriaba, en
1620, de haber matado con su propia mano, en una sola acción, a más de 2.000
personas. Joaquín Edwards Bello cuenta
en sus crónicas que durante una epidemia de tifo exantemático, el ejército
sacaba a los enfermos de sus casas y los mataba con un baño de veneno para
acabar con la peste. Durante una guerra
civil de siete meses en 1891, hubo 10.000 muertos en una sola batalla. Los peruanos aseguran que durante la
ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico, los militares chilenos saquearon
la biblioteca de don Ricardo Palma, pero que no usaban los libros para leerlos,
sino para limpiarse el trasero.
Con mayor brutalidad han sido
reprimidos los movimientos populares.
Después del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales
liquidaron la organización de los trabajadores portuarios con una masacre de
8.000 obreros. En Iquique, a principios del siglo, una manifestación de
huelguistas se refugió en el teatro municipal, huyendo de la tropa y fue
ametrallada: hubo 2.000 muertos. El 2 de
abril de 1957 el ejército reprimió una asonada civil en el centro de Santiago
causando un número de víctimas que nunca se pudo establecer, porque el gobierno
escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos. Durante una huelga en la mina de El Salvador,
bajo el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar dispersó a bala una
manifestación y mató a seis personas, entre ellas varios niños y una mujer
encinta. El comandante de la plaza era
un oscuro general de 52 años, padre de cinco niños, profesor de geografía y
autor de varios libros sobre asuntos militares: Augusto Pinochet.
El mito del legalismo y la
mansedumbre de aquel ejército carnicero había sido inventado en interés propio
de la burguesía chilena. La Unidad
Popular lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la composición de
clase de los cuadros superiores. Pero
Salvador Allende se sentía más seguro entre los carabineros, un cuerpo armado
de origen popular y campesino que estaba bajo el mando directo del presidente
de la república. En efecto, sólo los
oficiales más antiguos de los Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron en la
escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron durante cuatro días, hasta
que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
Esa fue la batalla más
conocida de la contienda secreta que se libró en el interior de los cuarteles
la víspera del golpe. Los golpistas
asesinaron a los oficiales que se negaron a secundarlos y a los que no
cumplieron las órdenes de represión.
Hubo sublevaciones de regimientos enteros, tanto en Santiago como en la
provincia que fueron reprimidas sin clemencia y sus promotores fueron fusilados
para escarmiento de la tropa. El
comandante de los coraceros de Viña del Mar, coronel Cantuarias, fue
ametrallado por sus subalternos. El
gobierno actual ha hecho creer que muchos de esos soldados leales fueron
víctimas de la resistencia popular.
Pasará tiempo antes de que se conozcan las proporciones reales de esa
carnicería interna, porque los cadáveres eran sacados de los cuarteles en
camiones de basura y sepultados en secreto.
En definitiva, sólo medio centenar de oficiales de confianza, al frente
de tropas depuradas de antemano, se hicieron cargo de la represión.
Numerosos agentes extranjeros
tomaron parte en el drama. El bombardeo
del palacio de la Moneda, cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue
hecho por un grupo de acróbatas aéreos norteamericanos que habían entrado con
la pantalla de la operación Unitas, para ofrecer un espectáculo de circo
volador el próximo 18 de septiembre, día de la independencia nacional. Numerosos policías secretos de los gobiernos
vecinos, infiltrados por la frontera de Bolivia, permanecieron escondidos hasta
el día del golpe y desataron una persecución encarnizada contra unos 7.000
refugiados políticos de otros países de América Latina.
Brasil, patria de los gorilas
mayores, se había encargado de ese servicio.
Había promovido, dos años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que
quitó a Chile un respaldo sustancial y facilitó la infiltración de toda clase
de recursos para la subversión. Alguno
de los empréstitos que ha hecho los Estados Unidos al Brasil han sido
transferidos en secreto a Bolivia para financiar la subversión en Chile. En 1972, el general William Westmoreland hizo
un viaje secreto a La Paz, cuya finalidad no se ha revelado. No parece casual, sin embargo, que poco
después de aquella visita sigilosa, se iniciaran movimientos de tropa y
material de guerra en la frontera con Chile y esto dio a los militares chilenos
una oportunidad más de afianzar su posición interna y de hacer desplazamientos
de personal y promociones jerárquicas favorables al golpe inminente.
Por fin, el 11 de septiembre,
mientras se adelantaba la operación Unitas, se llevó a cabo el plan original de
la cena de Washington, con tres años de retraso, pero tal como se había
concebido: no como un golpe de cuartel convencional, sino como una devastadora operación
de guerra.
Tenía que ser así, porque no
se trataba de tumbar a un gobierno, sino de implantar la tenebrosa simiente del
Brasil, con sus terribles máquinas de terror, de tortura y de muerte, hasta que
no quedara en Chile ningún rastro de las condiciones políticas y sociales que
hicieron posible la Unidad Popular.
Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz: casi 20.000
personas asesinadas; 30.000 prisioneros políticos sometidos a torturas
salvajes, 25.000 estudiantes expulsados y más 200.000 obreros licenciados. La etapa más dura, sin embargo; aún no había
terminado.
La verdadera muerte de un
presidente
A la hora de la batalla fina,
con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador
Allende continuó aferrado a la legalidad.
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo,
enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado y él creía
haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que
no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió
ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en
llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un
arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el
refugio de un presidente sin poder.
Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había regalado
Fidel Castro y que fue la primer arma de fuego que Salvador Allende disparó
jamás. El periodista Augusto Olivares,
que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose
en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde,
el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su
ayudante, el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y
los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo,
Salvador Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata,
y con la ropa sucia de sangre. Tenía la
metralleta en la mano.
Allende conocía bien al
general Palacios. Pocos días antes, le
había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía
contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la
escalera, Allende le gritó: "Traidor" y lo hirió en una mano.
Allende murió en un
intercambio de disparos con esta patrulla.
Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el
cuerpo. Por último, un suboficial le
destrozó la cara con la culata del fusil.
La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El
Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora
Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no
permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el
julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende,
me había dicho uno de sus ministros.
Amaba la vida, amaba las flores y los perros y era de una galantería un
poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el
destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el
mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de
Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos,
defendiendo un Congreso miserable que los había declarado ilegítimos pero que
había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo
la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo,
defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se
había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a
la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este
tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre.
Gabriel García Márquez