Revisado enero 2022
“Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona
de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como
un medio”. Inmanuel Kant (1724-1804)
Mi abuelo… el del imperativo categórico
Estuvimos mi mami, mi papá y yo viviendo con mis abuelos maternos hasta que
mi hermanita fue a nacer. Aunque de “caber, cabíamos”, como decía mi abuela,
en aquella casita donde todos vivíamos (por mucho menos tiempo del que
deberíamos haber vivido, como creía yo).
Allí pernoctaban, oficialmente, diez personas. Mi abuela y mi abuelo en
un dormitorio, en el del lado mi bisabuela Adelaida, quien solía compartir
su habitación con una prima suya que la visitaba con frecuencia y en otros
dos dormitorios que no tenían puerta se repartían los otros cuatro hijos de
mis abuelos, mis dos tías y dos tíos. Eran cuatro dormitorios que siempre
olían a rosas. Mi bisabuela Adelaida planchaba en el dormitorio que estuviese
“menos desordenado” cuando le tocaba planchar (cosa que sucedía unas dos
veces a la semana) y siempre añadía a la ropa un agua de rosas que ella
preparaba porque “con tanta juventud en la casa todo siempre
olía a …. (se detenía, me miraba y repetía “juventud” otra vez, aunque cuando
creía que yo no la escuchaba decía "sexo loco, dormidos o despiertos”)".
No recuerdo si estaba en tercer o cuarto grado, pero en la escuela sí que
estaba cuando nos tuvimos que ir. Supe que mi abuelo llegó temprano
de “la isla” (así decía cuando iba a pueblos lejanos del nuestro a
vender hortalizas y frutas que cosechaba). En su inesperado arribo se
topó con una situación delicada. Como mi abuela, a quien nunca había
visto llorar lloraba, él estuvo molestándola para que le explicara
detalles de lo ocurrido. La recuerdo triste y llorosa. Intentaba relatar el capítulo
de la novela que le provocó tanta angustia, llanto, dolor y sufrimiento. Yo los
observé discutir. Mi abuelo la interrumpía y al final le alegaba que en las
porquerías de la televisión donde había tanto sexo, él sabía que no había
sentimiento para andar llorando. Decía que había que educarse, leer y que
había visto suficiente televisión y sabía… que no ayudaba a aclarar los
pensamientos, que era lo que todos necesitábamos. Ella entonces se ofendió
y lloró más aún. No le habló al abuelo en toda la tarde ni en la noche porque
ella no era ni bruta ni embustera. Los escuché porque yo recién llegaba
de la escuela. Había aprendido que cuando uno es el único niño viviendo
con viejos, hay que saber fingir que no se escucha lo que se oye y menos
preguntar si no se quiere por respuesta un “entenderás cuando seas
más grande”, o peor todavía, un regaño “por entrometido, no respetar y
estar pendiente de lo que los adultos hablan”.
Al otro día en la escuela hice mis averiguaciones sobre la palabra “sexo”…
y lo que descubrí me sorprendió un poco. No me sorprendió enterarme de la
relación entre algunos olores y la palabra… ni entre sonidos callados, como
los suspiros de cuando lloras y no quieres que tus compañeros lo sepan y la
palabra. Sí me chocó “cómo” era el sexo desde la explicación de mis panas:
la diversidad de modos para conseguir cómo hacerlo: pagando,
convenciendo a una niña para practicar, teniendo una novia a quien le
mandabas un papelito preguntándole si te daba el sí … con quien luego tenías
que compartir tus meriendas, tu dinero, tus asignaciones y hasta tus pensamientos
si ella era dominante.
Los curas no pueden tener sexo y los que lo hacen, se van al infierno. Y que hasta
hay gente que lo hace con animales. Me confundió enterarme de que algo que trae
tantas complicaciones… lo hiciera tanto tanta gente. Y el que pudiera ser percibido
por mi bisabuela en el olor de los cuatro dormitorios de la casa de mis abuelos…
me dejó patidifuso. Por alguna razón, el dormitorio de mis padres, donde yo
también dormía, nunca se usaba para planchar. Seguramente era porque quedaba
casi fuera de la casa. Era el quinto dormitorio. Mi abuelo lo había construido
cuando mis padres se casaron y estaba unido a la casa por un estrecho pasillito
al cruzar el pequeño comedor. Olía como el corral de las gallinas que
quedaba cerca, al perfume que mi mami usaba y los sábados, al cloro con el
que limpiaba el piso. Así que con mis padres, no había “sexo”… concluí.
Donde yo dormía no olía a rosas ni había sexo. Para tener hijos, había que
tener sexo. No quería parecer ignorante. No pude entender esa parte ni
tampoco pregunté. Deduje que mis amigos no podían saberlo todo.
Después de la escuela mis padres me dieron una sorpresa. Nos cambiábamos
de casa. Recuerdo todo como un torbellino. La mudanza de casa, de barrio,
de pueblo, de escuela, de… todo. Fue al otro día, aquél otro día en el que mi
abuelo llegó de la isla, después de la mañana de mis indagaciones sobre
sexo. Y creo que mi bisabuela Adelaida tuvo algo que ver. Me lo pintaron
como una sorpresa… agradable. Pero a mí no me gustó el panorama. Nos
fuimos. La abuela y la bisabuela lloraban mucho, por la tristeza de que
nos fuéramos, no por las novelas. Me acostumbré. Nació mi hermanita.
Mis abuelos y mi bisabuela Adelaida vinieron a conocerla desde el pueblo.
Mi abuelo miraba de una manera triste y extraña y noté que nunca
coincidió con mi padre, quien apenas estaba en casa porque trabajaba
muchísimo. Conocieron a mi hermanita. Pero ella no los conoció a ellos.
Era muy chiquita. Los tíos nunca nos visitaron, no los conoció. Cuando la policía
me hizo preguntas, después, mi hermana ya tenía cuatro años y yo trece. Nos
volvimos a mudar. Pero entonces todo sucedió poco a poco. Regresamos a vivir
cerca del abuelo, la abuela y la bisabuela. Mi padre se fue a trabajar a otro país,
después vendría por nosotros. Así mi hermana conoció a los tíos y al resto de la
familia. Aprendí mucho del abuelo. Él sí que leía mucho. Aún no le gustaba la
televisión. A la bisabuela Adelaida siempre se le “escapaban” palabras y frases
frente a nosotros. En una ocasión nos tuvo que explicar algunas cosas gracias
a las exigencias de la abuela, que le decía: “ahora, por estar hablando lo que no
debes, les explicas”, así fue que nos contó que nuestro abuelo en uno de sus viajes
a "la isla" había comprado un billete de lotería y al “pegarse en el premio gordo”
nos compró una casa. Ella decía que eso pasó el día que por primera vez una
novela hizo llorar a mi abuelita. Yo simulaba creerle, como siempre, sabiendo
que más adelante tendría que enterarme de algo más. Ella hablaba mucho,
mi abuela trataba de callarla y después la disculpaba; “es que está mala de
la mente”. Así, hablando más de la cuenta fue que me explicó que mi madre
sufrió mucho con mi padre. Que él la quería, pero que también quería “tener”
a las hermanas de ella, y que fue ella, la bisabuela Adelaida quien tuvo que poner
al tanto de todo a mi abuelo, porque mi abuela no se atrevía. Ambas, mi madre y
mi abuela, al darse cuenta del acoso del que eran víctimas mis tías, callaron…
hasta aquella tarde en que él llegó temprano y “olió” lo que sucedía. En realidad
no lo olió, encontró a mi papá discutiendo con la abuela, mi mami y una de mis tías.
Trataba de convencerlas de que no había mala intención en él, que si entraba a
veces al cuarto de las tías era por razones que ellas estaban malinterpretando. El
dormitorio nuestro estaba lejos. No había equivocación posible. Aunque en ese
momento no sabía que el billete de lotería que había comprado saldría premiado,
mi abuelo pidió prestado y gestionó con premura nuestra mudanza. Por eso es que
estoy convencido de que mi abuelo, además de bueno, es un hombre muy
inteligente. Siempre me habla de Kant, un señor del quien él aprendió el
“imperativo categórico”, su obligación de conciencia. Así me ha explicado
lo que es la razón y lo que es la moral. Tengo muy presente el nivel de
conciencia de mi abuelo porque la bisabuela Adelaida en su locura,
me contó que mi abuelo, después que nació mi hermana, se dio cuenta
que su hija vivía un infierno porque la “fiebre no está en
la sábana”. Así que el abuelo invirtió las ganacias del billete premiado en
comprar una mujer de las que venden amor. Ella conquistó a mi padre en San
Juan, donde él se quedaba por asuntos de trabajo… y así fue como mi padre
(a quien conocí poco y recuerdo menos) emprendió un viaje del que nunca
regresó. Poco tiempo después mi madre nos explicó que nuestro padre había
fallecido. Le he explicado a mi bisabuela Adelaida que mi abuelo no tuvo
nada que ver con la muerte de mi padre… pero ella insiste en que mucha
gente sabe que eso se resolvió pagándole a la pervertida que vendía amor,
quien se encargó de que el depravado se tomara una cervecita sazonada
con algo que lo dejó bien tieso cerca de un hotel… mientras ella se esfumaba.
Mi bisabuela sigue muy malita de la cabeza. Y no fue mi abuelo, quien
entiende y vive de acuerdo con Kant, el del imperativo categórico.